
Deudores se borran del mapa
Thelma Gómez Durán
El Universal
Desaparecer. Esto fue lo que hizo Isabel, como una cantidad creciente aunque incalculable de mexicanos, para librarse de sus deudas por tarjetas de crédito. Tomó sus maletas y dejó la ciudad de México para establecerse en la isla de Cozumel, donde se construyó un nuevo futuro, después de quedar en el desempleo y de que sus adeudos crecieran hasta robarle el sueño. Hace cuatro años los bancos le perdieron la pista y ella no piensa darles la oportunidad de encontrarla y de que le cobren una deuda que sumando los intereses podría alcanzar los 150 mil pesos.
Isabel cuenta su historia con la sola condición de omitir sus apellidos; tiene 47 años, es madre
soltera y durante varios años trabajó como bibliotecaria. Obtuvo cuatro tarjetas de crédito con sólo dar una copia de su credencial de elector. Siempre pagó sus saldos totales y era meticulosa con las fechas de corte, hasta que en 2002 su historia cambió. “Una de las tantas crisis que ha tenido este país me dejó sin trabajo y con varias deudas. Trataba de pagar un poco más del mínimo, sacaba dinero de una tarjeta para pagar la otra; la deuda seguía creciendo y llegó un momento en que ya no podía. Los intereses me comieron. Dejé de pagar”.
La vida de Isabel como “cliente consentida” del banco terminó. Las voces dulces y amables que en el pasado le ofrecían tarjetas cambiaron de tono y se convirtieron en intimidaciones constantes. De nada le sirvió haber pagado durante años en forma puntual ni explicar que no tenía trabajo; ni siquiera ...
Isabel cuenta su historia con la sola condición de omitir sus apellidos; tiene 47 años, es madre
soltera y durante varios años trabajó como bibliotecaria. Obtuvo cuatro tarjetas de crédito con sólo dar una copia de su credencial de elector. Siempre pagó sus saldos totales y era meticulosa con las fechas de corte, hasta que en 2002 su historia cambió. “Una de las tantas crisis que ha tenido este país me dejó sin trabajo y con varias deudas. Trataba de pagar un poco más del mínimo, sacaba dinero de una tarjeta para pagar la otra; la deuda seguía creciendo y llegó un momento en que ya no podía. Los intereses me comieron. Dejé de pagar”.
La vida de Isabel como “cliente consentida” del banco terminó. Las voces dulces y amables que en el pasado le ofrecían tarjetas cambiaron de tono y se convirtieron en intimidaciones constantes. De nada le sirvió haber pagado durante años en forma puntual ni explicar que no tenía trabajo; ni siquiera ...
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